La superstición cristiana

Llevamos en nosotros, desde que salimos del Edén, esta sensación permanente de pérdida de control frente a la vida y las circunstancias.

05 DE OCTUBRE DE 2020 · 13:00

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Foto de Haley Rivera en Unsplash.2Photo Pots en Unsplash.

Una de las cosas más visibles de la situación de desamparo y de separación de Dios en la que nos dejó la Caída es que tendemos a ser, por naturaleza, bastante supersticiosos. Todos lo somos, o lo hemos sido. Es como lo de ser mentirosos, o envidiosos, o idólatras. Lo llevamos dentro, sin poder evitarlo, y solo la redención de la cruz puede solucionarlo con paciencia, voluntad e intervención divina.

La superstición, en concreto, es una forma de relacionarte con lo inasible y controlarlo. Es dar por hecho que en la cascada irrefrenable de causas y consecuencias cotidianas hay cuestiones sobrenaturales, fuera de nuestro alcance, aparentemente, pero que podemos controlar si conocemos y aceptamos los códigos heredados. Los antiguos decían que tener un gato negro daba mala suerte, así como derramar la sal o romper un espejo; y, si lo decían, por algo sería. No tenemos forma, por nosotros mismos, de desautorizar a esas voces antiguas, y por eso se cree en la superstición. Llevamos en nosotros, desde que salimos del Edén, esta sensación permanente de pérdida de control frente a la vida y las circunstancias. La superstición es una forma de librarnos de esa angustia, aunque sea pobremente. Y, sí, por supuestísimo que hay mucho supersticioso entre el mundo evangélico. No me refiero solamente al que, a pesar de ir a la iglesia y entender los conceptos básicos del cristianismo y de la fe reformada, sigue evitando pasar por debajo de una escalera o toca madera cuando le entra el temor. Me refiero a supersticiosos dentro de las iglesias con cosas que son propias de la cultura evangélica, cosas con apariencia de espiritualidad que, en realidad, están cumpliendo una función supersticiosa.

No solo es supersticioso el que compra supuesto aceite ungido de Jerusalén a un telepredicador, sino que también es supersticioso el que no se siente capaz de no ir un domingo al culto, el que se siente culpable si no diezma, el que no quiere escuchar cierta clase de música “mundana”, porque cree que todo eso le traerá maldición. Cuando algo malo sucede, como le sucede a todo el mundo, lo achaca a la maldición por su mal comportamiento. También lo hace con los demás. Suelen amenazar con esa maldición que sobrevendrá, con ese infierno que se sufrirá, cuando no se afirme o se haga aquello que a ellos les resulta aceptable, conocido y cómodo. Estas supersticiones de iglesia son muy permeables a las diferencias culturales; así, por ejemplo, llevar una falda un poco corta puede ser motivo de maldición en ciertas comunidades, pero en otra iglesia, de otro lugar del mundo, es algo que pasa completamente inadvertido. 

Hay una diferencia entre la moral y la superstición, y es la recompensa. El que actúa por principios morales ya tiene su recompensa; sin embargo, la delgada línea que separa al moralista del supersticioso no es fácil de ver. El supersticioso no quiere sentirse bien consigo mismo, sino que necesita saber que Dios se siente bien con él. Necesita tener el control. La moral cristiana, con sus problemas y sus bondades, no surge con ese afán controlador, sino que actúa por otros cauces que son mucho más privados. Muchos, muchísimos, no se dan cuenta de que no están actuando a menudo por moral, sino por superstición.

Al final, el supersticioso siempre acaba sintiéndose atrapado en un sistema y unas normas que no tiene por qué comprender, pero que debe acatar. Y no es consciente de que no adora al Dios soberano y amoroso, sino a uno mandón, rencoroso y manipulador. En realidad, no se da cuenta de que no quiere adorarlo, sino controlarlo. Quiere que Dios responda a sus acciones, sin libre voluntad, anulando su personalidad. De hecho, le enseñan que Dios está “obligado” a bendecirlo si actúa como le dicen que debe hacer. Internet está lleno de esos predicadores y, de forma un poco sorprendente, siempre son de los que tienden al boato, al espectáculo, a alzar la voz de una manera particular en el púlpito para elevar el espíritu de la feligresía. Son los que dicen que, si no diezmas (y si no lo haces, además, específicamente para mantener su ministerio o iglesia) recibirás maldición. Son los que, efectivamente, te venden botecitos de aceite ungido de Jerusalén, pero también te venden retiros, conferencias o talleres que van a cambiarte la vida espiritual y van a solucionar definitivamente tus problemas por cierta y conveniente cantidad de dinero. Pero quizá eso sea otro tema para otro día.

Parece piedad, pero es superstición; es esclavitud y soberbia. Y quien lo enseña, doble esclavo y doble soberbio que es.

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