La historia del tío mártir del diputado socialista José Andrés Torres Mora

Cuando la vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, le solicitó que fuera el ponente de la Ley de Memoria histórica, el diputado José Andrés Torres Mora dudó. Pero luego accedió a dar testimonio ante el Congreso del martirio sufrido por su tío abuelo, Juan Duarte Martín, diácono de la Iglesia Católica. Hoy recuerda esa historia escalofriante.

MADRID · 15 DE MARZO DE 2010 · 23:00

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La escena es terrorífica. Le rebanaron los genitales con una navaja de afeitar, le machacaron las tripas, abrieron su cuerpo en canal de abajo a arriba con un machete y, todavía vivo, le llenaron el vientre de gasolina y le prendieron fuego. Pero Juan Duarte Martín, comido por las llamas, alcanzó a decir: "Os perdono y pido que Dios os perdone". Era el 15 de noviembre de 1936, en el arroyo Bujía del pueblo de Álora (Málaga). Juan tenía 24 años y su único delito: ser diácono de la Iglesia católica y negarse a apostatar de la fe que dio sentido a su corta vida. El diputado socialista por Málaga, José Andrés Torres Mora conocía perfectamente estos y otros muchos detalles de la muerte salvaje de su tío, cuando un sábado del mes de octubre la vicepresidenta Fernández de la Vega le propuso ser ponente de la Ley de Memoria Histórica. “¿Sabes que mi tío abuelo, Juan Duarte, fue asesinado en 1936 y figura entre los mártires que van a ser beatificados en Roma? Como comprenderás, eso me implica personalmente y podría perjudicar mi defensa de la ley”, respondió. Luego le dio detalles del caso y Fernández de la Vega "quedó impresionada por la historia". Torres Mora, profesor de Universidad, sabía que, como ponente de la Ley de memoria histórica, iba a tener la oportunidad de profundizar en esa "mezcla de voluntad y fatalidad que dio lugar a la tragedia española del siglo XX". Eso sí, sin despejar todas los interrogantes que también él se había planteado desde niño. "En el largo año de tramitación de la ley encontré respuestas para algunas de las preguntas que me hice. Para otras, no". Y es que vidas rotas en plena juventud, como la de Juan Duarte y otras muchas, por simple odio a la fe, plantean más preguntas que respuestas. MARTIRES POR SU FE Esas vidas están recogidas en el libro de Jesús Bastante "Mártires por su fe" (La Esfera de los Libros). Una obra que aborda la historia de Juan Duarte y de otros muchos mártires de la Guerra civil a través de la memoria y los llantos de sus familiares directos. Recuerdos de padres, hermanos, tíos o sobrinos que murieron perdonando a sus verdugos. Historias de familiares que, seducidos por el ejemplo de sus mártires, encarnaron en sus vidas y en sus comunidades el perdón y la reconciliación. Como dice en el prólogo, Ricardo Blázquez, obispo de Bilbao y vicepresidente del episcopado, "un mártir es un testigo eminente del Señor, es una palabra viva rubricada con su sangre, es un hermano que desde su unión con Jesucristo nos dirige una recomendación apremiante: recuperad la importancia de la fe en Dios, trabajad por la paz, vivid como hermanos". Torres Mora corrobora las palabras del obispo desde planteamientos ideológicos diferentes. "En mi familia, la memoria del tío Juan era la memoria del mártir, la del que muere por sus ideas, por sus valores, por su fe. Una memoria bien distinta de la del que mata por sus ideas. Mi familia siempre honró y se sintió honrado por la memoria del tío Juan". Sor Carmen, hermana de Juan Duarte y monja de clausura de las carmelitas de Ronda, tiene 89 años, pero sigue recordando perfectamente a su hermano: "Era rubio, con los ojos verdes y un lunar precioso en la carea. Era alto y atractivo. El encanto del pueblo, vamos. Un seminarista que sólo con la mirada atraía a la gente". Carmen tenía cinco años cuando su hermano entró en el seminario y quince cuando supo que lo habían matado. EL SUEÑO DE JUAN Hijo de labradores acomodados y profundamente religiosos, Juan siempre quiso ser cura y se fue al seminario de Málaga en 1924. Seminarista ejemplar, inteligente y estudioso, pronto se ganó la amistad de sus compañeros y la confianza de los superiores. Crecía feliz con un único sueño: ser cura. Un sueño que comienza a empañarse en 1931 con la quema de las iglesias en Málaga, que obliga a Juan a refugiarse en su pueblo natal. Pero, a los pocos días, no aguanta más y regresa a Málaga, para echar una mano en la reconstrucción del seminario incendiado. Vuelve cierta normalidad al seminario y a la vida de Juan que es ordenado diácono el 6 de marzo de 1936 en la catedral. Sólo le queda un peldaño para ser cura. Roza su sueño con los dedos. Como diácono, promete ya castidad y obediencia, pero no puede confesar ni consagrar. Levantar la hostia y perdonar los pecados es su máxima aspiración. Y, aunque todavía no lo sabe, Juan se quedará a las puertas de la consagración y de la absolución. Unos meses después estalla la guerra civil y los seminaristas vuelven a sus pueblos. Juan regresa a Yunquera. Pero orgulloso de ser lo que es, se empeña en salir a la calle con sotana y no se esconde en el zulo que le habían preparado. A pesar de las lágrimas de sus padres, que se temían lo peor. Y la tragedia llegó el 7 de noviembre. Una vecina lo delató a los milicianos, que vinieron a por él y se lo llevaron a la garipola o calabozo municipal de Álora. Años después, la delatora fue, a su vez, ajusticiada por los nacionales. En el calabozo de Álora, los milicianos se ensañaron con Juan Duarte. "Quizás para dar un castigo ejemplar y un escarmiento", aventura Torres Mora. Fue una semana, desde el 7 al 15 de noviembre de 1936, con torturas y humillaciones de todo tipo: palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas, aplicación de corriente eléctrica en los genitales, paseos por las calles entre mofas... FIEL A SU FE Hasta intentaron hacerlo caer en tentación enviándole mujeres a la cárcel, pero ninguna conseguía acostarse con él. El último día, le enviaron una chiquilla de 16 años y Juan volvió a rechazarla. "No lo he podido convencer", salió diciendo la joven. Entonces, un miliciano lo castró con una navaja de afeitar y entregó sus testículos a la chica. “Paséalos por el pueblo”, le ordenó. Pero, hasta en el pueblo, el escarnio sentó mal y algunos vecinos fueron a ver a Juan para convencerlo de que renegara de su fe y salvase la vida. Pero él no quería renunciar "al tesoro de su fe". Ni por salvar la vida. Sólo decía a sus sádicos captores: "Lo que me hacéis a mí se lo estáis haciendo al Señor". Presionado por el pueblo, el comité miliciano decidió acabar con el diácono, que murió achicharrado vivo, mientras decía: “¡Ya lo estoy viendo...ya lo estoy viendo!” Varios días después de su muerte, algunos milicianos seguían disparando al cadáver. Hasta que un vecino se acercó por la noche y lo enterró en el arroyo. Su familia, que lo buscaba desesperada, tardó siete meses en encontrarlo. Un monolito recuerda hoy su memoria en el arroyo Bujía, a kilómetro y medio de la estación de Álora. BEATIFICADO La memoria de Juan permanecerá viva como beato de la Iglesia Católica, por haber sido mártir de la fe. El 28 de octubre de 2007 se celebró la solemne beatificación de 498 mártires de la guerra civil española. En la Plaza de San Pedro y presidida por el propio Benedicto XVI ante 50.000 personas. Entre los nuevos beatos, Juan Duarte. La ceremonia fue precedida por la polémica. Muchos la consideraron la respuesta de la Iglesia a la Ley de la Memoria Histórica. Y allí, en primera fila, en la plaza de San Pedro estaba precisamente el ponente de la ley socialista. "El domingo estaba en Roma, cumpliendo una vieja promesa que le hice a mi abuela Ana, la hermana de tío Juan, y el jueves siguiente subía a la tribuna del Congreso de los diputados a defender la ley". Más aún, Torres Mora se sintió "contento de poder hacer ambas cosas: honrar a mi familia en Roma y a mis ideas políticas en el Congreso". En la tribuna, ante la atenta mirada del presidente, el socialista y cristiano, José Bono, el diputado socialista, temblando de emoción por dentro, reivindicaba la memoria de todas las víctimas de todos los bandos. "No comparto las ideas de mi tío, pero mucho menos comparto las de quienes lo mataron. Merece ser honrado como todos los que murieron por defender unas ideas políticas, unas creencias religiosas o una forma de vivir sin otra arma que la palabra. Todos merecen ser llorados y honrados". Emocionado, a Torres Mora se le escapa una lágrima.

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