La cosmovisión religiosa de los grandes científicos del siglo XX

No hay tantos científicos ateos como se suele creer. La increencia es un fenómeno mayoritariamente europeo.

17 DE OCTUBRE DE 2020 · 10:00

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

La editorial Tecnos del grupo Anaya ha publicado este año (2020) una gran obra de más de 500 páginas que recoge las convicciones éticas, políticas, filosóficas y religiosas de los principales protagonistas de las grandes revoluciones científicas del siglo XX. Se trata de un trabajo en el que participan una treintena de autores cualificados, coordinados por Juan Arana, catedrático de filosofía de la Universidad de Sevilla y académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de Madrid. Estos treinta autores se reparten el análisis biográfico y cosmovisional de 39 hombres y mujeres de ciencia contemporáneos. 

Entre ellos, cabe señalar a físicos como Albert Einstein, Max Planck, Niels Bohr, Werner Heisenberg o Erwin Schrödinger; cosmólogos como Stephen Hawking, Edwin P. Hubble y George Lemaître; matemáticos como Kurt Gödel, Roger Penrose o Alan Turing; químicos como Linus Pauling y Ilya Prigogine; bioquímicos como Francis Crick, Jacques Monod o Severo Ochoa; biólogos evolucionistas como Theodosius Dobzansky, la doctora Lynn Margulis, así como Teilhard de Chardin; fisiólogos como Konrad Lorenz; neurocientíficos como John C. Eccles, Santiago Ramón y Cajal y, en fin, hasta lingüistas como Noam Chomsky. De todos y cada uno de ellos se resaltan sus principales rasgos biográficos, las aportaciones que realizaron a la ciencia por las que recibieron reconocimientos y premios como el Nobel, así como sus ideas políticas, filosóficas o religiosas. 

De esta casi cuarentena de científicos relevantes, una decena se manifestaron abiertamente como ateos, cuatro eran agnósticos, seis deístas, sólo uno confesó ser panteísta, cuatro más fueron judíos y unos catorce se identificaron como cristianos. Lo cual evidencia la falsedad del extendido mito de que la mayoría de los hombres y mujeres de ciencia son o deben ser ateos. Tal como indica el Dr. Juan Arana: “Sería un desacierto pretender que las grandes figuras de la ciencia del siglo XX respondieron a una cosmovisión única. Entre ellos hay tanta variedad como entre el resto de los ciudadanos de las sociedades que los vieron nacer.”[1] 

A veces, se dice que nueve de cada diez científicos de élite son ateos o escépticos en cuestiones religiosas. Sin embargo, esto no es así, ni mucho menos. Uno de los últimos estudios serios que se hizo acerca de las creencias religiosas de los científicos por todo el mundo puso de manifiesto que la realidad es muy diferente[2]. A finales de 2015, la Universidad Rice de Houston (Texas), publicó una investigación en la que se consultó a 9.400 científicos de 8 países.[3]

Este estudio demostró que no hay tantos científicos ateos como se suele creer y que la increencia es un fenómeno mayoritariamente europeo. El trabajo reflejó porcentajes que relacionaban la creencia o increencia de los científicos con la del resto de la población en que vivían. Por ejemplo, Francia presentaba un 51% de científicos ateos, aproximadamente como la creencia de la media de su población no científica; y lo mismo puede decirse de países como el Reino Unido (40% de científicos ateos), Estados Unidos (35%), Hong Kong (26%), Italia (20%), Taiwan (11%), India (11%) y Turquía (6%). Por tanto, el teísmo o ateísmo de los investigadores reflejaría el de la población de sus lugares de origen.

De la misma manera, la idea de que la ciencia y la religión están en conflicto es básicamente otro mito occidental. Esto se pone también de manifiesto en obras como Dios en el laboratorio (2015) de Jacinto Peraire[4], en la que se estudia a una cincuentena de Premios Nobel de física y química que son creyentes y armonizan perfectamente su fe con su investigación científica. Por tanto, no tiene sentido decir que la mayoría de los científicos son escépticos porque el método de la ciencia demuestre que Dios no exista. Tal como escribe asimismo el biofísico y teólogo inglés, Alister McGrath: “Hay científicos que son cristianos, hay científicos que son ateos y hay científicos que sostienen toda clase de perspectivas políticas, sociales y éticas de la vida. Y es que así son las cosas. La ciencia no presupone ninguna opinión religiosa, política o social concreta.”[5]

No obstante, a lo largo de la historia se ha venido gestando la creencia de que, a medida que aumentaba el conocimiento científico, la religión retrocedía ya que supuestamente ésta pertenecería al mundo del mito, mientras que la ciencia era del ámbito de la razón. Tales creencias materialistas y antirreligiosas eran sostenidas abiertamente por la física determinista y por el naturalismo del siglo XIX. Tres de los principales embates contra la fe habrían sido la imagen copernicana del mundo, que le quitaba al hombre su papel central en la creación ya que la Tierra no era el centro del universo; el concepto mecanicista y determinista de la naturaleza, que la entendía capaz de funcionar eternamente por sí sola sin necesidad del acto creador de Dios; y el darwinismo que hacía descender a los humanos de animales inferiores e irracionales. Tres misiles en la mismísima línea de flotación del cristianismo que habrían contribuido a hundirlo casi por completo en las aguas de la ciencia moderna. 

Sin embargo, nadie se imaginaba que sería la propia ciencia de los siglos XX y XXI la que pondría de nuevo a flote la nave del teísmo. El diálogo perdido entre ciencia y religión venía a restablecerse gracias a los últimos descubrimientos científicos. La teoría de la relatividad general de Einstein modificaba la antigua geometría plana del espacio que había imaginado Euclides, tres siglos antes de Cristo, porque resulta que las masas de los astros pueden curvar el espacio-tiempo. La antigua idea mantenida hasta el siglo XIX de un universo eterno extendido infinitamente en el espacio y el tiempo será sustituida por la de un cosmos finito, geométricamente curvo y que empezó a existir junto con el espacio y el tiempo en un momento determinado. Es cierto que el ser humano no habita en el centro del universo -ya que éste carece de centro- pero, si todo empezó a existir en el tiempo, entonces Dios vuelve a ocupar su lugar como creador del mundo. Por lo menos, la ciencia se abre a tal posibilidad.

La física cuántica vino también a trastocar el inframundo de los átomos que se suponía idéntico al mundo físico visible pero mucho más pequeño. La creencia de que las mismas leyes físicas de Newton operaban de igual manera en el mundo microfísico se vino abajo. El principio de causalidad del que se deducía el determinismo no se podía aplicar con exactitud en física cuántica. Tal como escribe Ignacio del Carril: “De este modo, el determinismo perdió su fuerza y ya no pudo imponer su cosmovisión. Surge, pues, una nueva de la mano de la física cuántica; pero ésta no ofrecía las dificultades que el determinismo absoluto presentaba contra Dios y la religión.”[6]

Finalmente, aunque muchos investigadores creyentes piensan que Dios pudo emplear el método de la evolución biológica para generar a todos los seres vivos y no ven incompatibilidad alguna, lo cierto es que el mecanismo evolucionista de las mutaciones al azar y la selección natural de las mismas será también cuestionado por numerosos científicos modernos. Entre los cuales, unos entienden que las cifras requeridas para que el azar sacara algún resultado positivo de entre los millones de intentos fallidos son demasiado elevadas. Otros creen que tal mecanismo contribuye a la estabilidad de las especies pero no genera información nueva relevante en el ADN. Las grandes lagunas sistemáticas que evidencia el registro fósil constituyen también un grave inconveniente para el gradualismo darwinista. Si a esto se une la incertidumbre que existe sobre el origen de la información biológica y sobre el de la información epigenética (aquella que el medio introduce en las células para permitir o no la expresión de los genes), la intuición de diseño en la naturaleza se acrecienta considerablemente y, de nuevo, la ciencia se abre a la posibilidad de la trascendencia, a la vez que se aleja del materialismo. 

La cosmovisión de los grandes científicos del siglo XX es, pues, una obra excelente que nos adentra en la frontera del conocimiento humano, el sentido de la existencia, así como el diálogo entre la ciencia y la fe. Agradezco a uno de sus autores, Miguel Palomo, profesor interino en la Universidad de Sevilla, en el departamento de filosofía, lógica y filosofía de la ciencia (y también, hermano en la fe) que tan gentilmente haya puesto en mis manos este formidable trabajo.

 

Notas

[1] Arana, J, 2020, La cosmovisión de los grandes científicos del siglo XX, Tecnos, Madrid, p. 26.

[2] Ver aquí.

[3] Ver aquí.

[4] Peraire, J. 2015, Dios en el laboratorio, De Buena Tinta, Madrid.

[5] McGrath, A. 2016, La ciencia desde la fe, Espasa, Barcelona, p. 45.

[6] Del Carril, I. 2020, “La cosmovisión de Pascal Jordan”, en La cosmovisión de los grandes científicos del siglo XX, Tecnos, Madrid, p. 168.

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