¿Por qué creó Dios los virus dañinos?

El maltrato de los ecosistemas naturales y de los seres vivos que forman parte de ellos es el origen de los virus que pueden matarnos.

02 DE ENERO DE 2022 · 10:00

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La ciencia está descubriendo que los virus han existido siempre dentro y fuera de los seres vivos, cumpliendo funciones precisas en cada uno de los múltiples ecosistemas que conforman la biosfera. Los hay por todas partes, en el suelo, en las partículas en suspensión del aire, en el agua de los océanos, en los vegetales, en las paredes de nuestro hogares, sobre los muebles, en el cuerpo de los animales y dentro de nosotros mismos. La información que contienen algunos (como los retrovirus y transposones) se encuentra incluso en nuestro propio ADN. La inmensa mayoría son beneficiosos para los ecosistemas pero un puñado de ellos, como ocurre también con las bacterias, pueden mutar, malignizarse, saltar de los animales a los humanos y provocar determinadas enfermedades en los organismos. Habitualmente nuestro sistema inmunológico es capaz de mantener a raya la mayor parte de tales virus peligrosos, aunque en ocasiones, como ocurre con el Covid-19 y otros muchos, sucumbe ante ellos.

Nadie conoce el número total de virus distintos que existe en la naturaleza, de ahí que se especule con tal cifra. Algunos hablan de unos pocos miles, otros se fijan en el número de especies bacterianas presentes en nuestro interior (unas 10.000 en el microbioma humano) y suponen que al menos debe haber dos virus distintos por bacteria (virus bacteriófagos), con lo cual, existirían unas 20.000 especies de virus. Y, en fin, los más optimistas creen que podría haber un número exponencial de millones de estos diminutos seres que, posiblemente, nunca llegaremos a conocer en su totalidad. Si esto fuera así, sólo tendríamos constancia hoy del 1% de los existentes.

Pues bien, de tan enormes cantidades, solamente unos 200 virus animales pueden infectar al ser humano y lo hacen por un breve período de tiempo, hasta que el sistema inmunitario los elimina y adquiere resistencia contra ellos. Estamos diseñados para luchar contra la inmensa mayoría de los virus y poder vencerlos sin siquiera darnos cuenta. Un pequeño número (quizás menos de una decena) se aloja permanentemente en nuestro interior, como por ejemplo el virus del herpes, que nunca se manifiesta hasta que nuestras defensas disminuyen por culpa del estrés, la enfermedad o cualquier accidente inesperado. No obstante, la mayor parte de los virus son beneficiosos para la vida en la Tierra. Algunos de los que llevamos en nuestro ADN participan en el desarrollo del sistema nervioso, del intestino y de la placenta en el embrión. Se ha podido comprobar en ratones, que ciertos virus como el calicivirus MNV-CR6 son capaces de restablecer la forma original de las células dañadas, mejorar la función glandular y actuar sobre el sistema inmunitario para que éste aumente sus defensas.[1]

Los retrovirus de nuestro ADN pueden cambiar el comportamiento de los genes vecinos y regular así sus funciones. Los transposones son capaces de facilitar el embarazo y el parto, permitiendo a la progesterona controlar todo el concierto de genes de la manera más breve y eficaz. Algunos investigadores creen que ciertos virus bacteriófagos (literalmente, “comedores de bacterias”) destruyen a las bacterias peligrosas y, a la vez, envuelven la pared celular de las beneficiosas para que el sistema inmunitario humano no las destruya también. De manera que aquellas bacterias que son buenas y necesarias para la vida podrían dejar de serlo, si los virus bacteriófagos no las controlasen adecuadamente. Por tanto, hay virus que trabajan conjuntamente para mantener nuestra integridad biológica y buen funcionamiento (homeostasis).

Hay otros virus que son muy abundantes y beneficiosos para el buen funcionamiento de la biosfera, como los cianófagos que contribuyen al 50% del reciclado del carbono en la Tierra. Son virus que infectan a las cianobacterias acuáticas (bacterias capaces de realizar la fotosíntesis), controlando su población, participando activamente en la regulación de la producción de materia orgánica en los océanos y, por tanto, en el ciclo del carbono en la naturaleza. Y, en fin, la bioingeniería está investigando cómo conseguir que algunos virus sean aliados en la lucha contra el cáncer. Los llamados virus oncolíticos se modificarían para que sólo atacaran a las células tumorales y no como hace la quimioterapia que perjudica también a las células sanas. Además, tales virus podrían replicarse (multiplicarse) mientras el tumor existe, aumentando así su potencial destructor sobre el mismo. 

¿Qué pasa con los virus peligrosos como el coronavirus (COVID-19)? ¿Qué es la zoonosis de que tanto se habla hoy? Se entiende por zoonosis toda infección humana que tiene un origen animal y que puede transmitirse por medio de un patógeno, como puede ser un virus, un hongo, una bacteria, etc. Es lo que ocurrió en el mercado de mariscos de Wuhan (China), donde se produjo una mutación en un virus, probablemente de un murciélago estresado por causas humanas, que pasó al hombre, después de haber estado quizás en otros huéspedes intermedios, a los que no perjudicaba. Y, consiguientemente, los rápidos y numerosos transportes humanos de la globalización diseminaron el Covid-19 por todo el mundo. 

El ARN de este coronavirus (formado por unas 30.000 letras o bases nitrogenadas) muta con relativa frecuencia, alrededor de dos mutaciones de una letra cada mes. Lo cual es poco si se compara con otros virus.[2] Una célula humana que ha sido infectada por un coronavirus libera millones de nuevos virus con réplicas del ARN original. A medida que en el interior de la célula se hacen copias de ese genoma del virus, a velocidad de vértigo, pueden cometerse ciertos errores, que habitualmente consisten en una sola letra equivocada. Esto es una mutación y, a medida que el virus se propaga de persona a persona, se van acumulando más mutaciones al azar. En las distintas cepas estudiadas del Covid-19 se han detectado entre una decena y una veintena de mutaciones. Las regiones del genoma del virus que acumulan más mutaciones suelen tolerar estos cambios sin perjuicio para el funcionamiento del virus, pero aquellas otras que tienen pocas mutaciones son más frágiles y un cambio en ellas puede destruir al virus ya que éste se vuelve incapaz de formar las proteínas necesarias. Precisamente estas regiones frágiles son las que más interesan a los investigadores para intentar atacarlas con medicamentos antivirales y poder así destruir al virus.

¿Por qué hay actualmente más virus mortales que hace 30 ó 40 años, generadores de epidemias o pandemias, como la del coronavirus, el SARS, el MERS, el Ébola, el Zika, etc? Mi opinión, como biólogo, es que se debe fundamentalmente a la grave degradación que sufren los ecosistemas actuales, pero también a otros varios factores relacionados. Hemos perdido mucha biodiversidad en la biosfera. Recuerdo que cuando buceaba en la Costa Brava, hace 40 años, con mis compañeros del Museo de Zoología de Barcelona, con el fin de fotografiar y estudiar ciertas familias de peces del Mediterráneo, la lista de especies distintas que solíamos ver en una sola inmersión era casi tres veces superior a la que se puede observar hoy. Unas pocas especies, las oportunistas, se han adaptado bien y han proliferando, a pesar de la contaminación de los mares, pero otras muchas no lo han soportado y han desaparecido, disminuyendo así la biodiversidad marina. Y todo sin contar con la agresión indiscriminada de la pesca industrial que ha esquilmado también a las grandes especies pelágicas. Esto es sólo un ejemplo de lo que ha ocurrido con el resto de la fauna y flora en casi todo el planeta. Al aumentar el tamaño de la población humana, ha disminuido la biodiversidad en el mundo.

¿Qué tiene que ver la biodiversidad con el coronavirus? A primera vista, puede resultar paradójico pero cuantas más especies haya en el mundo, menos posibilidades hay de que éstas nos pasen virus mortales. Como dice el científico español Fernando Valladares, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, “la biodiversidad nos protege, su degradación nos amenaza”.[3] En efecto, las complejas relaciones ecológicas que se establecen en los ambientes naturales maduros entre microbios, virus, vegetales, animales herbívoros, carnívoros, superdepredadores, carroñeros, etc., hace posible que las especies se controlen unas a otras y se autorregulen las poblaciones. Es como un inmenso puzle en el que todas las piezas están presentes y encajan perfectamente. En un ecosistema equilibrado así, ninguna especie susceptible de portar un virus peligroso para los humanos puede sufrir una explosión demográfica porque otras varias especies biológicas controlan su población, evitando que se dispare. Ahora bien, si desaparecen especies por culpa de la acción humana, se desequilibra el ecosistema y, quizás, alguna especie portadora de un virus mortal puede proliferar más que las demás y volverse peligrosa. Por tanto, la elevada biodiversidad diluye la carga vírica y el riesgo de epidemias.

¿Cómo se originan los virus “malos” a partir de los “buenos”? Cada animal posee un sistema inmune que lo protege de los virus y otros microbios peligrosos, que puede llevar dentro de su propio cuerpo. Sin embargo, cuando dicho animal sufre estrés al ser capturado, enjaulado, transportado, mal alimentado, hacinado durante días hasta que, por último, se le sacrifica para comérselo, como ocurre habitualmente en los conocidos mercados chinos, sus defensas inmunológicas bajan y esto permite a ciertos virus de su propio cuerpo, que hasta entonces habían estado controlados, empezar a infectar células y aumentar la carga vírica del animal, convirtiéndolo en una bomba de relojería biológica. 

Si el animal en cuestión es consumido por los humanos, los virus pasan a éstos inmediatamente. Al parecer, esto es lo que ocurrió con los famosos murciélagos de Wuhan pero también puede ocurrir en cualquier explotación ganadera en la que por diversas razones los animales puedan sentirse estresados, como ocurrió con la gripe aviar o la fiebre porcina. El maltrato de los ecosistemas naturales y de los seres vivos que forman parte de ellos es el origen de los virus que pueden matarnos. Por desgracia, el Covid-19 puede ser el principio de toda una serie de epidemias víricas que se nos vendrán encima si no aprendemos a ser mucho más respetuosos con la creación.

A todo esto hay que añadir que con el actual calentamiento global del planeta están apareciendo nuevos patógenos que, hasta ahora, habían estado congelados bajo los glaciares o en el suelo permanentemente helado de la tundra (permafrost) y que constituyen un peligro en potencia pues también son desconocidos para la ciencia. La desertificación implica asimismo un riesgo ya que en el polvo que se forma sobre los desiertos, así como en la contaminación de las grandes ciudades o en el humo de las fábricas, pueden viajar muchos virus patógenos a mayor distancia y sobrevivir más tiempo. 

Probablemente los investigadores lograrán relativamente pronto una vacuna eficaz contra el coronavirus, pero ésta sólo servirá para prevenirnos del presente patógeno. No de los próximos que seguramente vendrán en el futuro, si es que no cambiamos nuestra relación con el mundo natural. Por tanto, yo creo que la mejor vacuna que nos puede ofrecer la ciencia contra el peligro de los virus que amenazan a la humanidad es el respeto al orden de la creación establecida por Dios. Hemos de trabajar por restablecer un mundo natural que funcione bien por medio de ecosistemas equilibrados y ricos en especies, tal como eran al principio. Habrá que modificar nuestras prioridades y esto supondrá un coste económico importante para la humanidad. 

¿Es Dios responsable de tantas muertes, de tanto dolor y sufrimiento como causan tantos organismos patógenos? ¿No lo podría haber evitado? ¿Nos está castigando por medio de estos seres? Estas son las tradicionales cuestiones de la teodicea que han venido preocupado al ser humano desde siempre y que para aproximarse a ellas, en definitiva, se requiere más de la fe que de la razón humana. La Biblia indica que Dios constituyó a las personas con libre albedrío y con el fin de que pudieran tomar decisiones moralmente significativas. Las creó para la vida y no para la muerte pero esto último cambió como consecuencia de la rebeldía, el mal uso de la libertad y la desobediencia humana (Gn. 2:9; 3:22). 

La creación fue sometida a corrupción y, en un mundo finito así, las enfermedades, las epidemias y la muerte se volvieron frecuentes e incluso necesarias para el buen funcionamiento de los ecosistemas naturales. ¿Cómo pudo ocurrir esto? ¿Cómo se pudo pasar de la eternidad a la finitud? ¿De qué manera la maldición sobre el pecado original hizo que las cosas buenas se tornaran malas? No lo sabemos. Algunos creen que el hecho de que se puedan obtener hoy sustancias para la lucha contra el cáncer a partir del mismísimo veneno de las serpientes sería un indicio de su origen benigno y que una leve relajación de la providencia divina pudo permitir el incremento de la corrupción material del mundo. Pero lo cierto es que desconocemos cómo pudo ocurrir esto.

Hoy vivimos en una biosfera en la que la muerte resulta imprescindible para que de nuevo surja la vida. La materia se recicla constantemente en el planeta y es siempre la misma ya que éste no recibe aportaciones significativas de materia espacial. Lo único que llega a la Tierra es energía solar y radiaciones cósmicas. Pero, ¿será siempre de esta manera? La esperanza del apóstol Pedro, reflejada en el Nuevo Testamento, era: “nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 P. 3:13). Y esta continúa siendo todavía la esperanza y la fe del creyente: una nueva creación no sometida al mal ni a las consecuencias corruptoras del pecado.

En un mundo como el presente, Dios no se dedica a castigar a la humanidad por medio de virus mutantes que matan sobre todo a los más ancianos, o a quienes tienen un sistema inmunitario débil, sean éstos, creyentes o no. De ser así, el ser humano habría desaparecido de la faz de la Tierra con la primera peste de la antigüedad. Por el contrario, él prefiere que las personas se reconcilien por medio de Cristo para no tomarles en cuenta a los hombres sus pecados (2 Co. 5:19). 

Creer que la actual pandemia es un castigo divino es equivocarse, como se equivocaron los amigos de Job cuando le dijeron que sus infortunios se debían a que Dios lo estaba castigando; o los discípulos de Jesús que pensaban que la ceguera del ciego de nacimiento era por sus propios pecados o por los de sus padres (Jn. 9); o como erraban también quienes creían que Pilato había sido usado por Dios para castigar a los galileos, al asesinarlos en el templo junto a sus propios sacrificios (Lc. 13:1-2); o, en fin, aquellos 18 que fueron aplastados accidentalmente por la torre de Siloé y de los que el propio Señor Jesús dijo: “¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lc. 13:4-5). Desde luego que no, el Dios de la Biblia no es un verdugo arbitrario sino que desea el arrepentimiento y la salvación de las personas. Por eso, en el Nuevo Testamento se muestra paciente y “hace salir su sol sobre malos y buenos”, de la misma manera que “hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:45).

Aquella antigua imagen borrosa y precristiana del Dios justiciero, Señor de los ejércitos, que castigaba a los hebreos con plagas y guerras, que endurecía el corazón de los hombres, enriquecía o empobrecía (1 S. 2:8) y de cuya boca tanto podía salir lo malo como lo bueno (Lm. 3:38), se perfilará definitivamente en el rostro amable y apesadumbrado de Jesucristo colgando del madero. El Maestro enseñará a sus discípulos a llamar a Dios “papá” (Abba), tal como hacían los niños con sus padres humanos. El Dios de dioses y Señor de señores, el poderoso y temible (Dt. 10:17), mostrará a través de Jesús su dimensión más amable y humana. Finalmente, Juan escribirá que “el que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (1 Jn. 4:8). Y un creador amoroso no se dedica a enviar virus mortales a los hombres como supuestamente hacían los dioses paganos de la antigüedad.

Desde luego, es imposible concebir la existencia de un mundo finito, poblado por seres finitos, que no estén sujetos a los zarpazos mortales del mal natural propio de un cosmos caído. Lo único que puede liberar de tal influencia negativa es la eternidad sobrenatural de unos cielos y una tierra nueva donde moren definitivamente la justicia. Esto, que es imposible para los humanos, Dios lo hizo posible, según la Escritura, por medio de Cristo Jesús, quien venció para siempre el aguijón de la muerte. Él dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Jn. 11:25-26). Tal es la única respuesta cristiana al mal: confiar en la palabras del Maestro y vivir con arreglo a su voluntad mientras estemos en este mundo. No se trata de una confianza ciega sino basada en su propia resurrección histórica. La mejor vacuna contra el coronavirus es Jesucristo, quien afirmó: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (1 Co. 16:33).

 

Notas

[1] Ver aquí.

[2] Ver aquí.

[3] Ver aquí.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - ConCiencia - ¿Por qué creó Dios los virus dañinos?