Todo el teatro de Unamuno: “Fedra”

Unamuno tenía un sumo interés en la representación teatral de esta obra.

10 DE DICIEMBRE DE 2020 · 12:16

Representación a color de Fedra con una sirvienta, de artista desconocido. / Wikimedia Commons,
Representación a color de Fedra con una sirvienta, de artista desconocido. / Wikimedia Commons

Después de escribir cuatro dramas de menor categoría: La esfinge, La venda, La princesa doña Lambra y La difunta, Unamuno se enfrenta a una obra clásica, Fedra, de largo recorrido histórico. Sófocles, poeta griego del siglo VI antes de Cristo, quien llegó a escribir 120 obras, fue el primero en escribir sobre el mito de Fedra. El argumento fue utilizado por Eurípides, poeta macedonio contemporáneo de Sófocles, y más tarde Séneca, filósofo hispanolatino nacido en Córdoba, fallecido en Roma el año 65 de nuestra era. Séneca publicó también otras siete tragedias griegas: Medea, Los troyanos, Agamenón, Edipo, Hipólito, Hércules furioso y Triestes. Tiempo después, el año 1677, el poeta y dramaturgo francés Jean Racine publicó una versión de Fedra que alcanzó un notable éxito entonces y después.

Cuando Unamuno escribe su Fedra tiene en cuenta la versión de Racine. Sin embargo, en el exordio que precede al texto de Fedra en el capítulo de las Obras Completas dice que su Fedra “no es sino una modernización de la de Eurípides, o mejor dicho, el mismo argumento de ella, sólo que con personajes de hoy en día, y cristianos por tanto, lo que la hace muy otra”.

José L. Lasso de la Vega, en su libro de 1970 De Sófocles a Brecht, sostiene que “el final cristiano no es suficiente para asegurar que la Fedra de Unamuno sea un drama cristiano en plenitud. Si es una enferma por herencia, al ser cristiana debe luchar contra su pasión como cristiana y no como una convencida de la inutilidad de su lucha”.

Las primeras noticias que tenemos de este drama unamuniano cuando sólo era un proyecto se encuentran en una carta de 1910 que dirige a Francisco Antón. Le dice: “He concebido el propósito de hacer una Fedra moderna, de hoy. Voy a leer a Racine. Es un asunto inagotable”.

Al año siguiente la obra está acabada. El sumo interés que Unamuno tenía en la representación teatral de Fedra se deduce que a pesar de que el consagrado actor y director teatral Fernando Díaz de Mendoza le había devuelto dos obras por ininterpretables, vuelve a escribirle ofreciéndole la puesta en escena de Fedra. Añade a Díaz de Mendoza que la tragedia de Fedra “le ha de convenir a usted, y sobre todo a su mujer, María Guerrero”, prodigio de la interpretación, con un teatro dedicado a su nombre en Madrid.

Tampoco esta vez acierta Unamuno. María Guerrero le devuelve el original alegando que se trataba “de un papel demasiado crudo para ser representado ante el público madrileño”.

Unamuno intenta otras vías. Escribe a Benito Pérez Galdós, entonces agente teatral, y le pregunta si podría encontrar un hueco para representar su drama en el Teatro Español de Madrid. Luego intenta a través de Jacinto Benavente, sugiriéndole que sea Margarita Xirgu, otra diva del teatro, quien encarne al personaje de Fedra. También resulta inútil esta tentativa.

A partir de ese momento las alusiones a Fedra menudean en la correspondencia unamuniana.

Desde 1911, cuando Unamuno termina de escribir su drama, lo tuvo siete años tratando en vano que fuera representado en uno u otro lugar. Por fin, el 25 de marzo de 1918 tuvo lugar la puesta en escena. Pero no en un teatro al uso, sino en el salón del Ateneo de Madrid, en un acto organizado por la sección de Literatura del mismo. Intervinieron varios actores del teatro de la Princesa. El papel Fedra fue interpretado por la actriz Anita Martos.

Cuenta Manuel García Blanco que “a los tres años de su estreno en el Ateneo de Madrid fue dada a conocer por una compañía profesional en algunas capitales españolas, entre ellas Salamanca y Zamora”. Unamuno escribe a Francisco de Cossio: “Fedra se estrenará en Zamora el día 22, sábado. Iré allá. Tengo la seguridad de que esta tragedia suspenderá el ánimo”.

Tanto confiaba Unamuno en su obra y en las reacciones del público.

El 27 de noviembre de 1957, cuando Unamuno, vencido por la muerte desde 1936, esa muerte vencedora de la vida, ya no podría verla, Fedra vuelve a Madrid. “Dido, el pequeño teatro de Madrid”, la repuso en el Círculo de Bellas Artes de la capital.

Antes, en 1922, en vida de su autor, Fedra fue traducida al italiano y puesta en escena por el Teatro Delle Gemme, que dirigía Adriano Tilgher. La representación suscitó algunos comentarios brillantes.

En síntesis, Unamuno comienza su obra haciendo un retrato de la protagonista partiendo de su infancia. 

“Aquella infancia que se me borra como un sueño de madrugada. Después, el convento en el que me educaron las madres”.

La escena segunda presenta un diálogo entre Pedro y su mujer, Fedra. La conversación gira en torno de Hipólito, hijo de Pedro. Este dice a su mujer que Hipólito la adora, a lo que ella responde. 

—¿Lo crees, Pedro?

—¿Qué si lo creo? ¡Te adora! Él lo tapa, como sus sentimientos todos, pero adora en ti, no lo dudes. Y tú, tú, tu le quieres como a hijo propio, ¿no?

—¡Le quiero, sí, le quiero con toda mi alma!

Escena tercera: Hipólito, hijo de Pedro, entra en traje de caza; deja la escopeta a un lado, abraza a su padre y luego a Fedra, que le retiene un momento. La conversación gira en torno a los hombres de campo. Fedra dice que ni aman. A lo que Hipólito responde.

—¿Qué no aman? ¡No como nosotros, no! Y por eso nos purifican y elevan. La naturaleza no sufre fiebres ni necesita luchar para querer. Por eso es el verdadero templo de Dios. ¡Cuánto mejor, madre, que fueses más a él!”. 

Dirigiéndose a Fedra:

—Tengo algún día que llevarte conmigo de caza. 

—“Sí, sí” —responde Fedra.

El resto de esta escena presenta una conversación casi violenta entre Pedro, Hipólito y Fedra. Esta le dice que ha de comunicarle algo importante.

Cuando Unamuno propone a Mendoza la representación de Fedra, le dice: “Creo haber escrito una obra de pasión”.

En la cuarta escena del primer acto surge la pasión y asoma la tragedia. Fedra dice a Hipólito que está enamorada de él.

—¡Piensa en mi padre, Fedra!

—Tu padre es quien me empuja a ti.

Fedra, sola.

—¡Soy una miserable loca, sí, loca perdida! ¡Virgen mía de los dolores, alúmbrame, ampárame! No puedo estar sola, llamaré con cualquier pretexto.

En la última escena del primer acto se enfrentan Pedro y Fedra. Él ha encargado a la esposa que convenza a Hipólito para que se case. Ella contesta que lo ha intentado, pero en vano.

Se abre el segundo acto conversando Fedra con su nodriza Eustaquia. Le dice.

—Así no se puede vivir. O se me rinde o se va de casa; le hecho de ella. Verás en cuanto le amenace.

Hipólito pasa por el fondo. Fedra va hacia él. Lo llama. 

—Hipólito!

Hecha a Eustaquia, quien se resiste a salir.

—¡Vete, anda, vete o será peor!

Quedan solos Fedra e Hipólito. Con acento desgarrador, ella le dice.

—Mira que no como, que no duermo, que no vivo, que tus ojos me queman, que me muero de la sed de tus besos, que esto es el suplicio de Tántalo. ¿Por qué no me besas como antes, Hipólito? 

Sale Hipólito gritando. 

—Maldita seas.

Pedro, que ha oído las últimas palabras del hijo, entra hecho una furia. 

—¿Qué es eso, Fedra? ¿Qué ha dicho? ¿Qué es lo que ha dicho nuestro hijo? ¿Callas? ¿He oído bien? ¿No te maldecía? ¡Vamos, Fedra, habla!

Ante el silencio de ella, Pedro pide a la criada que llame a Hipólito. Entra cabizbajo. No habla. Dice al padre que le pregunte a ella. Fedra se empeña en que lo tenía que decir ya lo ha dicho a los dos. Pedro le pide que salga. Quiere quedarse a solas con el hijo. Le increpa.

—¿Cómo te has atrevido a poner ojos, ojos y labios en tu madre? ¡Esto es horrible! ¿Qué has hecho, hijo, qué has hecho de la tranquilidad de tu padre?

Hipólito responde con una frase corta:

— ¡Te juro, padre, que soy inocente!

Fedra confirma las palabras de Hipólito. Se declara culpable. Lamenta haber cedido ir a esa casa para ocupar el hueco de otra mujer mejor que ella. Entra Marcelo. Pedro intuye que sabe algo de la tragedia y le pide silencio:

—Sí lo sabes, ¡cállalo! Que no lo sepa nadie.

En el tercero y último acto de la obra Unamuno presenta a Fedra muy débil, casi moribunda, apoyándose en el brazo de Eustaquia, le dice. 

—No podía vivir más, no podía vivir en este infierno; padre e hijo enemistados por mí, y, sobre todo, sin Hipólito, sin mi Hipólito.

Presintiendo la muerte, Fedra se dirige a Jesús. 

—¡Oh Jesús mío, sigo loca, loca! Cúrame con la muerte. Tú, que te dejaste matar en la cruz para curarnos ¡perdóname, y ahora vamos, entremos, quiero acostarme; no puedo ya tenerme en pie!

No hay cura. Hay muerte. Se acuesta y no vuelve a levantarse. Pedro anuncia su muerte a Eustaquia y a Hipólito. 

—Descansó al fin. Cuando entré, apenas si tenía fuerzas para mirarme, ese perdón acabó con las que le quedaban. Ni pudo siquiera darme el beso de despedida. Parecía no verme, miraba no sé adónde. Sólo sacó un hilillo de voz para hablarme.

Encuentro final entre padre e hijo. Dice Pedro.

—Después de todo, ha sido una santa mártir. ¡Ha sabido morir!

Hipólito.

—¡Sepamos vivir, padre!

Eustaquia.

—Tenía razón, es el sino.

Yo pregunto a Eustaquia:

¿Qué es el sino? ¿El destino? ¿La suerte de cada alma escrita en la palma de la mano? Racine, autor de una exitosa versión de Fedra, tal vez pensando en ella, dice que “después de tanta resistencia nos entregamos al sino que nos arrastra”. No estoy de acuerdo; el sino, el destino, lo determinamos nosotros. Depende del instinto y de la voluntad, sobre todo de la voluntad, según la manejemos. En la vida de Fedra y de Hipólito intervinieron ellos mismos, no un sino fatalista según el sentir islámico.

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