Un cristianismo en el que ya no existen “herejías”, “dogmas” ni “sana doctrina”

Cada vez se hace más difícil hablar de nuestras convicciones cristianas porque un considerable sector del cristianismo actual ha cedido a las ideologías totalitarias de nuestra sociedad occidental.

11 DE ABRIL DE 2020 · 18:00

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Foto de Christian Fregnan en Unsplash.

El avance del pluralismo filosófico lleva décadas influyendo en la fe cristiana de occidente. Como consecuencia, en muchos sectores se ha perdido el valor y el sentido de la verdad objetiva, dando lugar al subjetivismo extremo propio de la posmodernidad. Cada vez se hace más difícil hablar de nuestras convicciones cristianas, no porque estas carezcan de un buen fundamento bíblico, teológico o filosófico, sino porque un considerable sector del cristianismo actual ha cedido a las ideologías totalitarias que permean nuestra sociedad occidental actual, entre las cuales se encuentra el pluralismo, la deconstrucción y un falso principio de tolerancia.

Seguramente, muchos de nuestros lectores habrán notado que, en determinados contextos cristianos, es impropio y extraño hablar hoy de la “sana doctrina”. Quienes hacen uso de esta expresión, por cierto, común en los escritos neotestamentarios» (1 Ti 1, 10; 2 Ti 1, 13; 4, 3; Tit 1,9; 2, 1, etc.), suelen ser catalogados rápidamente de “fundamentalistas”, “sectarios” o, en el mejor de los casos, de “incultos”.De igual forma, en dichos sectores ya no hay lugar para la “herejía”. El erudito evangélico D. A. Carson escribió: 

En otras épocas se ha discutido acerca de qué cosas eran herejías, pero su existencia era indiscutible. Por primera vez en la historia, enormes cantidades de personas niegan que exista la corrupción teológica. Para esas personas, incluso preguntarse si existen fronteras teológicas, sin llegar a hablar acerca de en qué consisten, es acercarse al sacrilegio.

Los únicos “herejes” serían ahora aquellos que se atreven a aseverar que algo es herejía. Muchos cristianos se han arrodillado ante el ídolo del pluralismo, del todo vale. Las antiguas herejías, condenadas y rebatidas osadamente en el Nuevo Testamento y en los escritos de los padres de la Iglesia, ahora son celebradas y revestidas de una pseudo-erudición en muchos sectores del protestantismo occidental. Deberíamos preguntarnos hasta qué punto esta versión del “evangelio” que algunos profesan ha dejado de ser el evangelio en su sentido histórico y bíblico. Pero, por supuesto, esta inquietud y estas preguntas no tienen sentido ni espacio en esta versión del cristianismo donde “todo vale”. 

Por último, avanzamos hacia un cristianismo sin dogmas. Un dogma es la afirmación de una verdad contenida en el depósito de la revelación escritural y reconocida por la Iglesia como tal en fórmulas normativas, cuya aceptación es condición sine qua non de adhesión a la fe cristiana. Ningún apóstol o padre de la Iglesia hubiese puesto en duda la existencia y la necesidad de dogmas en la fe cristiana. Sin embargo, hoy crece entre nosotros un cristianismo desarraigado de la fe histórica, donde los dogmas valen menos que un comino. Es cada vez más común encontrar a cristianos que afirman que “la Biblia no expresa doctrinas ni define dogmas”. Me pregunto qué Biblia leen los tales. En la de la mayoría de los cristianos todavía queda meridianamente clara no sola la existencia de las doctrinas y de los dogmas, sino también la vital importancia de prestar atención a ellas: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello” (1 Ti 4, 16). El Dr. James Orr afirma: “El cristianismo no es algo difuso y vago, sino que tiene un contenido que se puede averiguar y declarar, que le corresponde a la Iglesia hallarlo, presentarlo defenderlo y, con la mayor perfección posible, procurar desplegarlo ante los demás”. Un cristianismo sin doctrina es un cristianismo de-formado, que no re-formado. Por supuesto, en el desarrollo de los dogmas a lo largo de la historia de la Iglesia pueden haberse dado errores –como de hecho ha sucedido–, razón por la cual toda enseñanza de la Iglesia debe ser confrontada con la Biblia. Pero rechazar la necesidad de los dogmas, en virtud de los errores cometidos en el desarrollo de los mismos, es un error mayor. ¿No son los credos históricos la expresión de fe sobre la que reposan nuestras iglesias? Si la Biblia no expresa doctrina–como algunos se atreven a afirmar–, ¿podemos considerarnos cristianos, por ejemplo, sin creer en la doctrina expresada en la Escritura de que “Jesucristo ha venido en carne”? El apóstol Juan lo tendría claro: “Todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del anticristo” (1 Jn 4, 3); “Porque muchos engañadores han salido por el mundo, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne” (2 Jn 1, 7). La encarnación del Hijo de Dios, la divinidad y humanidad de Jesucristo, la muerte sustitutiva y redentora de Jesucristo, su resurrección física e histórica, su segunda venida, el juicio, ¿no son doctrinas claramente expresadas en la Biblia? No se puede creer en la persona de Jesús sin creer en su doctrina. Porque, ¿en qué clase de Jesús creeríamos? Sin duda, creeríamos en un Jesús “a la medida del hombre”, mejor dicho, “a la medida de cada hombre”, un “Jesús” fruto de la imaginación y subjetividad de cada individuo, pero no en el Jesús que encontramos en los Evangelios y del que nos habla toda la Sagrada Escritura.

No todos los aspectos de la fe son secundarios. Los hay que son innegociables.

Mencionaba al principio de este artículo un “falso principio de tolerancia”. ¿A qué me refería? ¿Acaso la tolerancia no es una virtud? Por supuesto que lo es. La tolerancia y el respeto son valores fundamentales del ser humano. Con todo, la deconstrucción a la que hacíamos referencia ha modificado la naturaleza de dicha tolerancia. La tolerancia consistía en aceptar y valorar a las personas, aun cuando no estuviéramos de acuerdo con sus ideas. Esto sin duda era enriquecedor, pues propiciaba espacios de debate de ideas donde el respeto y la tolerancia a la persona estaba siempre por encima de nuestras diferencias ideológicas. En cambio, la nueva tolerancia está más centrada en las ideas que en las personas. Ya no solo estamos llamados a ser tolerantes con las personas aun cuando podamos estar en desacuerdo con muchas de sus ideas. Ahora el llamado es a tolerar cualquier tipo de idea, por muy errada o estúpida que esta sea. En el ámbito de la fe cristiana, tal tolerancia implicaría la aceptación de cualquier idea e interpretación de la fe, por mucho que esta idea diste de la fe apostólica y universal. Es por esto que cada vez tiene menos sentido hablar de “sana doctrina” o de “herejía” en determinados ambientes, pues la línea que separa lo uno de lo otro es cada vez más difícil de dilucidar y, en algunos contextos, completamente inexistente. Razón por la cual la apologética (defensa de la fe) irá perdiendo progresivamente su razón de ser en determinados sectores del protestantismo occidental. ¿Qué importa ésta si ya no es necesario defender la verdad frente al error? Ahora pueden llamarse “cristianos” incluso aquellos que rechazan el pilar fundamental de la fe cristiana: la resurrección histórica y física de Jesucristo de entre los muertos. Así que, ya no será necesario defender ninguna “sana doctrina” y, por ende, dejarán de existir los “herejes”. Ahora, podemos permitirnos el “lujo” de elevar a los “herejes” al status de eruditos, de grandes teólogos. ¿Qué importa?

Pero este, querido lector, no es el cristianismo apostólico. El cristianismo bíblico, basado en la persona y enseñanza de Jesús el Cristo y de sus apóstoles es un cristianismo que nos llama a “contender ardientemente por la fe que ha sido dada una vez a los santos” (Jud 1, 3). El cristianismo bíblico nos exhorta a hablar lo que “está de acuerdo con la sana doctrina” (Tit 2, 1). El cristianismo bíblico nos amonesta a estar “siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia” (1 P 3, 15), “para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen” (Tit 1, 9). El cristianismo bíblico nos advierte de la importancia de “examinarlo todo” (1 Ts 5, 21) y de “retener la doctrina” (2 Ts 2,15). No. En el cristianismo bíblico no todo vale. No todas las ideas son tolerables, ni siquiera cuando vengan de le mente de los “eruditos” más brillantes para el mundo. Parafraseando al apóstol Pablo: “Mas si aún alguno de nosotros los apóstoles, o un ángel del cielo, o uno de los muy estimados teólogos y eruditos de vuestro tiempo, os anunciare un evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” (cf. Gá 1, 8). No, ¡no todo vale!

Me parece estupendo y, de hecho, imprescindible, que la cristiandad sepa entender la etapa histórica en la que nos situamos y dialogar con ella. Estoy a favor de la contextualización de nuestras formas de presentar el evangelio a una cultura concreta, pero no podemos diluir o modificar el contenido del evangelio a nuestro antojo. Cuando hablamos de contextualizar el evangelio no nos referimos a la adaptación o reinterpretación del mensaje cristiano de modo que este sea agradable a los oídos del hombre posmoderno. El mensaje que enseñamos es siempre el mismo, el mensaje apostólico y universal, y “si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe” (1 Ti 6, 3-4).

Es cierto que determinadas iglesias hacen un uso abusivo e incorrecto de la expresión “sana doctrina”, apropiándose de este título, con la pretensión de que ellos son la única iglesia o denominación portadora de la verdad. Es cierto que, con demasiada frecuencia, llamamos “sana doctrina” a posiciones, interpretaciones o teologías especulativas que nada tienen que ver con aquello a lo que las Sagradas Escrituras llaman “sana doctrina”. ¡Denunciemos los abusos! ¡Corrijámoslos! Pero no hay motivo para renunciar a la pretensión de tener la “sana doctrina”, siempre y cuando podamos sostener nuestras convicciones con absoluta coherencia a la luz de la Palabra de Dios, de la fe histórica de la iglesia (tradición) y de la razón –estas dos últimas, al servicio del Texto Sagrado–. Quizá, el problema es que no sabemos diferenciar entre la sana doctrina y la teología especulativa. En lo personal, puedo reconocer la “sana doctrina” en otras iglesias y en otras denominaciones cristianas distintas a la que yo pertenezco, aunque discrepe con ellos en multitud de aspectos secundarios de la fe. Pero, por supuesto, no todos los aspectos de la fe son secundarios. Algunos son innegociables. Sin ellos, “vana sería nuestra fe y nuestra predicación” (1 Co 15, 14). Y cuando sea necesario, no debemos dudar en corregir, argumentar, defender y denunciar las “herejías”, aunque vengan de la mano de grandilocuentes “eruditos”. Pues ya nos avisó el apóstol Pedro: “Habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina” (2 P 2, 1).

Gracias a Dios, hay “eruditos” y eruditos. Eruditos con una fe que está fundada en la sabiduría de los hombres –a la que Dios llama insensatez en 1 Corintios 3, 19–, y una fe que está fundada en la sabiduría y el poder de Dios. Ningún hombre en sus cabales debería rechazar la erudición, simplemente, debe saber reconocerla. Pero para reconocerla, hay que estar abiertos a la crítica, al diálogo, al debate, a la defensa de la “sana doctrina” y, por ende, siempre será necesario una iglesia donde sí exista la “sana doctrina”, los “dogmas” y donde, como consecuencia, también existan inevitablemente las “herejías”.

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