Victorio Araya, devoto de la luz (I)

Araya un teólogo diferente, fue considerado como un renovador la teología latinoamericana desde el campo protestante.

07 DE AGOSTO DE 2015 · 05:00

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Para quien tiene fe, todas las cosas empiezan a brillar.(Teilhard de Chardin)

Desde hace varios años, décadas incluso, el teólogo costarricense Victorio Araya Guillén (1945) se ha dedicado por completo al culto de la luz, divina y en todas sus manifestaciones.

A tal grado ha llegado esa devoción, que todos sus estudiantes en la Universidad Bíblica Latinoamericana (UBL) participaron en el taller de elaboración de candelas (velas), apasionadamente dirigido por él. Al dejar Costa Rica, los alumnos extranjeros trajimos en la maleta la candela especial elaborada con los colores favoritos de cada quien. Aún conservo la mía en un lugar entrañable, lo mismo que su amistad y simpatía.

Este celo por la luz ha hecho de Araya un teólogo diferente, pues él en su momento fue considerado, gracias a El Dios de los pobres (1983), su tesis doctoral escrita en Salamanca bajo la dirección de Xabier Pikaza, como renovador la teología latinoamericana desde el campo protestante.

Antes, había publicado Fe cristiana y marxismo (1974), en una época de fuertes convulsiones ideológicas en todo el subcontinente latinoamericano, así como provocadores y creativos ensayos teológicos. Particularmente agudo es el incluido por Orlando Costas en Hacia una teología de la evangelización (1973), una obra colectiva sumamente pertinente ante las exigencias del momento.

En ese tiempo, todo hacía suponer que seguiría una sólida carrera como profesor, la cual en efecto continuó, pero con un giro casi imperceptible que lo llevó a transformar radicalmente sus énfasis espirituales y académicos para atender el llamado de uno de los temas bíblicos más sensibles: el lugar de la luz en la creación y en el plan divino de redención.

 

Victorio Araya

Y así, poco a poco fue pergeñando nuevos textos que aparecieron casi subrepticiamente, algunos de los cuales anticipaban lo que vendría, pues amorosa y pacientemente se consagró a investigar y acumular todo lo relacionado con la luz, desde los diccionarios de símbolos hasta la exégesis de los pasajes clave, pasando por una revisión cuidadosa de la bibliografía relacionada.

Un fruto de ese esfuerzo fue “La utopía de la luz”, en Pasos, del Departamento Ecuménico de Investigaciones (segunda época, núm. 56, 1994), donde establece claramente su visión y perspectiva:

La rica simbólica de la luz entrecruza de principio a fin la historia de la salvación. La luz está presente desde, el primer día de la creación (Gn 1: 3-5) hasta la consumación escatológica (Ap. 21:1-2. 23; 22: 3, 5). Mediante la simbólica de la luz, la narración bíblica nos provee una manera de nombrar el Misterio de Dios [‘ehyeh’ ‘aser’ehyeh (Ex 3:14)].

Dios se explícita como claridad y transparencia. Graciosa comunicación y libre auto-donación, Misterio de Salvación (Mysterium líberationis). […]

El símbolo de la luz destaca la continua manifestación del amor-ternura y gracia-fidelidad de Dios hacia toda su creación: naturaleza y sociedad.

Ya para entonces eran copiosas sus referencias bibliográficas y el énfasis casi místico que le otorgaba a su acercamiento a la gran realidad de lo luminoso. Comenzaba a afinar las líneas dominantes de su proyecto mediante una argumentación consistente:

Vivimos tiempos difíciles. La oscura noche de injusticia pareciera una “oscuridad sin aurora”. ¿Creemos, sí o no, que Dios es luz y salvación? En medio de nuestra historia conflictiva las fuerzas de la muerte y del anti-reino actúan poderosamente. Buscan sofocar, apagar de mil formas, el proyecto de la Luz-Vida de Dios. San Juan nos recuerda que la luz vino al mundo, pero los seres humanos preferimos las tinieblas. No comprendimos el proyecto de Dios y lo rechazamos, amenazando la vida de toda la creación. Quienes realizan las obras de las tinieblas detestan y rehúyen la luz, para que sus obras estériles no queden al descubierto (cf. Jn. 3:19-21).

En “Las velas, símbolo de luz y fe”, aparecido en 1999 en Signos de Vida, del Consejo Latinoamericano de Iglesias, afirma, para un contexto de celebración contextualizada y anclada en la fuerza de lo simbólico:

La celebración comunitaria de la fe, al hacer memoria de los misterios de la salvación, recurre a la acción simbólica humana. El símbolo es lenguaje del Misterio Salvador. La simbólica de la luz, tan presente en la Biblia, enriquece la fiesta litúrgica. De ahí la importancia de la vela encendida en nuestras celebraciones como símbolo de la luz de Dios, quien hizo la luz como señal primera de su vida abierta en gracia hacia los seres humanos.

La vela encendida significa la luz de la fe y nos ilumina para vivir esa fe con gratitud y fidelidad como hijos e hijas de la luz. Y al mismo tiempo nos remite a la vida de la comunidad cristiana cono “luz del mundo” (Mt 5:14).

E incluye una oración ejemplar como genuina muestra de espiritualidad renovada:

Luz de Dios,

Padre de la luz,

alumbra nuestra oscuridad

porque eres nuestra luz

y salvación.

Luz de Cristo, luz del Mundo,

alumbra nuestro camino

para que podamos seguirte

y servirte

y así andar en la luz de la vida.

Luz del Espíritu Santo,

luz de tu luz,

renuévanos, ilumínanos

y enciende en nuestros corazones

la fe, la esperanza y el amor.

Amén.

El simbolismo de la luz iluminaba ya toda su reflexión teológica y la proyectaría hacia adelante en un nuevo horizonte de percepción. Jonathan Pimentel fue el encargado de editar el libro de homenaje por sus 40 años de labor docente, En el camino de la luz (UBL, 2008), en el que algunos dimos fe del impacto de esta manera de asumir la experiencia espiritual.

En mi caso, mediante una indagación del tema de la luz en la poesía contemporánea, plagada de hallazgos en ese sentido.

Para entonces, ya había anunciado la publicación del primer tomo de lo que vendría a ser, más tarde, una trilogía: La luz de una candela, UBL, abril de 2014, que reunió, por fin, las reflexiones teológicas acumuladas para expresar, en un conjunto sistemático, algunas conclusiones de ese largo camino vital recorrido.

Araya, el “artesano de la luz”, seguía haciendo teología pero ahora de una manera que no había imaginado, pues la candela era ya el “lugar teológico apropiado” desde el cual surge esta voz transfigurada: “La teología desde la luz de una candela quiere nombrar el misterio de Dios en clave de luz: Dios creador y dado de la luz” (p. 18).

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