El fariseo que llevo dentro

Al enfocar los defectos ajenos con la lente de mi altivez, veo con claridad esas máculas que cubren las vestiduras de otros. 

15 DE MARZO DE 2021 · 16:00

Foto de <a target="_blank" href="https://unsplash.com/@nicolafioravanti?utm_source=unsplash&utm_medium=referral&utm_content=creditCopyText">Nicola Fioravanti</a> en Unsplash CC.,
Foto de Nicola Fioravanti en Unsplash CC.

Miro a mí alrededor. No todo es como me gustaría. Son tiempos difíciles, tiempos en los que nadar contracorriente no parece ser lo más coherente. Así que, para no perder el ritmo que marca una religiosidad hecha a medida -como si de un buen traje se tratara- apuro mis horas de complacencia y en un arranque de egocentrismo me escondo tras el burladero y con mi bien ejercitado dedo índice me distraigo juzgando a los demás. 

Saco el microscopio para poder dar buena cuenta de los defectos ajenos. Pueden pasar desapercibidos, son nimiedades, pero, al enfocarlos con la lente de mi altivez, veo con claridad esas máculas que cubren las vestiduras de otros. 

El fariseo que llevo dentro se siente cómodo cuando descubre que los demás deambulan por páramos de inequívoca desobediencia divina. Se siente reconfortado al atisbar pecados impropios, herrumbre en el gentil, falta de fe en el dudoso. 

Se relame y frota las manos cuando toma una piedra y se dispone a lanzarla con fiereza hacia quien sobradamente se lo merece. 

El fariseo que habita en mí duerme a pierna suelta creyéndose superior a los que andan entre la multitud, y a veces, en ese descanso profundo en el que serenamente se complace, oye las frases de aquel que por gracia lo llamó a seguirle. Entonces el placentero sueño queda arrebatado, se mezcla con un amargo sentimiento de contrición. Ese orgulloso ser se debilita y decrece. Siente aversión hacia él mismo y con mirada vidriosa apela compasión.  

Es consciente de que la viga en su ojo no le dejaba ver. Es golpeado con la piedra lanzada.  

El fariseo que vive en mí sabe que debe ganar de rodillas esas batallas que no ha peleado nunca y que se ha limitado a contemplar desde la trinchera, viendo como otros valientes han esgrimido sus armas, pero fatalmente han sido derrotados.  

Ese individuo hedonista, alejado de la imagen del maestro, lejos del consejo sabio de Dios, se empequeñece cada vez que recibe una caricia del Padre. Son esas tiernas manos las que le hacen comprender que el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. 

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